Foto: Agencia Andina
A mitad del mes de marzo, dos semanas después del primer caso de coronavirus en el Perú, el país inició un estado de excepción y de aislamiento social obligatorio que se extendió hasta el 30 de junio. En ese contexto, a mediados de abril, más de ciento cincuenta mil personas fueron empadronadas por sus respectivos gobiernos regionales, pretendiendo un traslado que las lleve de vuelta a sus regiones, y miles de personas empezaron a desplazarse por las carreteras o se apostaron en terminales de transporte terrestre y aéreo, buscando dicho “retorno” a sus comunidades de origen, convirtiendo estos eventos en uno de los puntos álgidos de la crisis sanitaria por coronavirus en el Perú.
Al respecto, en los últimos días, distintos análisis se han vertido. Algunos recordando el desplazamiento de cientos de miles, durante la guerra interna; otros llamando la atención sobre la precariedad del trabajo informal en el Perú; otros recalando siempre en el lugar común de la pobreza y la precariedad del ámbito rural peruano.
Sin interés de cuestionar dichos argumentos, aquí busco presentar un factor adicional, que me ha parecido ausente en el análisis, los diagnósticos y sobre todo en las decisiones: la particular configuración de las redes socioeconómicas y culturales en la sociedad peruana.
Una forma de leer en perspectiva, tanto los procesos migratorios de mediados del siglo pasado, que invirtieron la proporción de población urbana y rural en el Perú y que consolidaron la nueva generación de pobladores de las grandes ciudades peruanas de los ochenta y noventa, como los procesos de desplazamiento forzado en medio de la guerra interna de los ochenta y noventa, es que todo ese movimiento demográfico discurrió (y discurre) a través de canales que atraviesan los territorios, configurando corredores y redes de conexión cultural, comercial, económica y social que, eventualmente, anteceden al siglo XX y se actualizan permanentemente.
En ese sentido, un argumento, que no es propio, plantea que, dada su accidentada configuración geográfica, es difícil entender el asentamiento y la construcción de comunidades en los Andes prehispánicos, sin asumir que estas poblaciones se asentaban configurando una red de abastecimiento que proveía a la comunidad -a la familia, al ayllu– de distintos productos, provenientes de distintas altitudes: pescado de la costa, frutos de los valles, lana, carne y papa de las alturas. El ayllu, así entendido, era la unidad social andina prehispánica, que se basaba en una red de abastecimiento que atravesaba distintos pisos altitudinales, desde la costa hasta la puna, y a través de los valles y las distintas altitudes y microclimas, de ambos lados de la cordillera.
Como ya se sabe, las transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales post “conquista” española, no necesariamente implicaron el abandono de prácticas precolombinas, más si las antiguas respondían mejor que las nuevas a la configuración natural del territorio.
Baste el comentario anterior para presentar la idea de que la relación socioeconómica y cultural entre las distintas regiones del país trascienden y demuelen los límites administrativos: los pastores de Chavín del sur, en la sierra de Chincha, que pasan el año en los valles costeños, para subir luego en verano a sus comunidades, cuando su ganado puede comer de los cerros verdes por las lluvias; los hijos y nietos de campesinos de pequeñas comunidades de Matalaque, en Moquegua, asentados por años en Arequipa pero que persisten en los padrones de sus comunidades de origen; los cocaleros huancavelicanos asentados estacionalmente en el VRAEM ayacuchano, y a su vez los ayacuchanos trabajando en la selva de San Gabán o Sandia en Puno; los mineros informales cusqueños en Arequipa; y los jornaleros del Valle del Tambo “re invirtiendo” el capital forjado en la minera informal de Caravelí o el contrabando del Altiplano.
Todos son solo ejemplos del sur peruano pero que pueden fácilmente tener espejos en el centro o en el norte, y que pueden ser completados por cuanta anécdota pueda contar cualquiera con un par de salidas de trabajo de campo.
En esa línea, y ya en los tiempos nuestros, las comunidades en los Andes peruanos han instalado sus propias categorías y mecanismos económicos, culturales y de toma de decisión, para mantener la relación y canalizar la injerencia de sus emigrantes, asentados en diferentes ciudades y que sirven de punta de lanza para una red que se extiende desde la “comunidad madre” hasta el extremo más antojadizo que un pasaporte permita.
La red de la que se habla en estos comentarios, es un continuo de relaciones de parentesco y de paisanaje, que activa intercambios de diversa índole, económica, política, social, cultural, y que tiene la función principal de ampliar la capacidad de provisión de recursos de los componentes de la red. Se puede especular que, entre más seguros están sus componentes, más débil se va haciendo la red.
Pero ¿qué pasa cuando una crisis arremete con la estabilidad de los componentes? Se puede presumir que los lazos que configuran la red se refuerzan y activan de diversa forma.
Cuando hoy se habla de “migrantes-caminantes-retornantes-desplazados”, pareciera entenderse el territorio y la sociedad peruana a partir de puntos que se mueven de un sitio a otro, buscando un asentamiento más o menos permanente. Sin embargo, en lugar de “puntos”, se trataría más bien de “líneas”, las cuales cruzan y se entrecruzan en el territorio tejiendo, entre familiares y paisanos, una red de lazos de movilidad e intercambio, añejos y persistentes, sino verdaderamente permanentes.
Entonces, ¿en la crisis actual hablamos de “desplazados”? ¿De “retornantes”? Cuestionar lo de “caminantes”, sería una mala broma, pero el punto es que precisamente no hablamos de “puntos”, sino de “líneas”. Eso, claro, más allá de la definición de “línea” y lo de la sucesión de puntos.
Para decidir acciones la cuestión clave debería [debió] ser entonces entender si los caminantes se están yendo para no volver. Y tras ello definir cuál es la mejor estrategia frente a estas comunidades, estas “unidades sociales reticulares”, que mantienen pies en diferentes lugares.
La sociedad se mueve más rápido de lo que creemos y, si se piensa que la crisis de los caminantes buscando huir del coronavirus va a implicar una reconquista del campo, o una re ruralización de la sociedad y la economía, o un nuevo reto para las políticas de provisión de servicios en las comunidades campesinas o nativas peruanas (alerta de spoiler), se tiene una mirada incompleta del asunto. La gente se mueve, tiene agencia y en el Perú la resiliencia es casi parte del escudo nacional.
En ese sentido, es la red uno de los temas clave que debemos entender y cómo se ha activado en estos días, así como cuál va a ser su respuesta post cuarentena y post crisis por coronavirus. Pero sobre todo, cómo pueden estas articular una respuesta constructiva con objetivos de Estado y de sociedad, tomando las decisiones que aprovechen el capital social que implica una característica como esta.
Si se lograra incorporar estos puntos de vista en los procesos relevantes de toma de decisiones, no solo se puede ganar el diagnóstico y el análisis. Se pueden concretar decisiones objetivas en términos de atención a uno de los principales retos que ha enfrentado la pandemia por coronavirus en el Perú, tales como asegurar albergues locales de emergencia en las ciudades de residencia, con alimentación, alojamiento y control médico, en lugar de promover el desplazamiento a comunidades con precarios servicios sanitarios; impulsar redes de apoyo local como comedores populares con provisión de insumos y empleo temporal para los encargados de atender dichos albergues; articular institucionalmente redes de soporte (económico, social y de salud) desde las organizaciones sociales de base. Esas, entre otras ideas, que sienten el manejo de la situación sobre las bases de lo que las sociedades han construido durante generaciones.
La responsabilidad de los tomadores de decisión es potenciar la sociedad, aprovechar y sentar nuevas construcciones sobre cimientos estables y tercamente persistentes, sin despreciar el territorio, la comunidad y las formas caprichosas en que muchas veces ambos se relacionan.