Resumen
La trágica evacuación de Kabul, tras 20 años de esfuerzos para estabilizar Afganistán, debe abrir un periodo de reflexión crítica. La crítica a posteriori corre el riesgo de caer en análisis simplistas, y a veces injustos, pero resulta indispensable para aprender de los errores cometidos y evitar, en lo posible, repetirlos en el futuro.
Pese a todos los lugares comunes sobre la imposibilidad de que una operación militar tenga éxito en Afganistán, lo cierto es que la intervención internacional pudo haber salido bien. Existieron una serie de oportunidades claras para estabilizar el país que no se aprovecharon por diferentes motivos. En el trasfondo del fracaso está la falta de un liderazgo sólido, debido al desinterés norteamericano por las operaciones en un país remoto y con escaso valor estratégico, la falta de comprensión de las dinámicas por las que se rige la sociedad afgana y lo que se ha convertido en uno de los principales males estratégicos de nuestro tiempo: la prioridad de la imagen y el marketing sobre la realidad.
Palabras clave
Afganistán, estrategia norteamericana, estabilización, contrainsurgencia.
Introducción
La crítica de decisiones estratégicas complejas, desde la comodidad del que no tiene ninguna responsabilidad en ellas, corre siempre el riesgo de caer en un enfoque simplista y a menudo injusto. Es muy fácil hacer una crítica cuando no se siente la inmensa presión que la toma de decisiones estratégicas lleva consigo, y más fácil todavía cuando se disfruta de la ventaja de analizar decisiones ajenas con la perspectiva que da el paso del tiempo. Pese a ello, el análisis crítico a posteriori resulta imprescindible para mejorar la toma de decisiones futuras, aunque deba realizarse siempre con la necesaria humildad.
La larga intervención internacional en Afganistán, con su triste final, es un campo abonado para la crítica, ya que se cometieron abundantes fallos y se desaprovecharon diversas oportunidades, aunque en muchas ocasiones eso no ocurrió por dejadez o incompetencia, sino porque había prioridades más acuciantes. Afganistán fue siempre la guerra olvidada, un conflicto en el que Estados Unidos entró con desgana y que siempre consideró de escaso valor para sus intereses nacionales. Probablemente, la falta de interés fue el vicio de origen en el fracaso en Afganistán, aunque a ese vicio original se fueran uniendo otros como el desconocimiento de la situación real en el país, la falta de coordinación entre operaciones militares y reconstrucción civil o una evolución de la situación internacional que no favorecía el mantenimiento de conflictos periféricos.
Pese a todo, la intervención en Afganistán pudo haber salido bien. A pesar de todas las leyendas sobre la imposibilidad de ganar una guerra en el país, hubo momentos que hubieran permitido evolucionar hacia una solución satisfactoria, o al menos no desastrosa, del conflicto. El análisis de esas oportunidades pérdidas, realizado con el ánimo no de buscar culpables, sino de identificar fallos en el sistema de toma de decisiones que puedan servir de lección para el futuro, constituye el objeto de este artículo.
Leyenda y realidad
El nombre de Afganistán evoca una serie de imágenes legendarias, entre ellas el carácter indomable de los habitantes de un país que siempre obtuvo la victoria contra sus enemigos exteriores. Un país que se conoce popularmente como «la tumba de imperios». La realidad es mucho más prosaica y la presunta tumba de imperios ha sido conquistada total o parcialmente por todas y cada una de las grandes potencias que pasaron por la zona: aqueménidas, macedonios, maurias indios, seleúcidas, sasánidas, los ejércitos musulmanes abasíes, los gaznávidas, los mongoles, los ejércitos turco- mongoles de Tamerlán, los mogoles y los safávidas. Solo en el siglo XVIII surgió un reino autóctono en Afganistán y su autonomía no duró demasiado.
El famoso desastre británico en Afganistán solo se produjo una vez, en 1842, y tuvo más que ver con la incompetencia del comandante británico, Lord Elphinstone, que con la ferocidad afgana. Desde ese momento, Gran Bretaña decidió mantener el territorio afgano bajo estrecha vigilancia con dos objetivos esenciales: garantizar la integridad de la línea Durand[1] como frontera de la India británica y evitar la presencia rusa en Afganistán. Ambos objetivos se alcanzaron con éxito y, cuando estuvieron en peligro, el Reino Unido no dudó en intervenir militarmente para restaurar la situación. Por supuesto, las campañas en Afganistán no tuvieron nada que ver con la decadencia del Imperio británico.
El caso de la invasión soviética de 1979 sí que supuso un revés doloroso para la antigua URSS, aunque no de la magnitud que se presenta en Occidente. Pese a que el apoyo saudí, pakistaní y norteamericano a los insurgentes muyahidín puso en aprietos a las tropas soviéticas, la conducción de la campaña no fue un desastre en absoluto. La retirada de 1989 se realizó ordenadamente y su causa principal fue la situación de crisis interna en la que se encontraba la URSS por aquel entones. Los soviéticos dejaron tras de sí un Gobierno afgano que continuó combatiendo eficazmente a los muyahidines hasta 1992 cuando, tras la desintegración de la URSS, la nueva Federación Rusa suspendió los apoyos financieros y militares al gobierno de Kabul. De nuevo, Afganistán no tuvo gran cosa que ver con el derrumbamiento de la Unión Soviética, víctima en cambio de sus propios desequilibrios internos.
En definitiva, las leyendas son leyendas y es posible realizar operaciones militares con éxito en Afganistán. Que sea posible no significa que sea fácil, porque si los afganos distan mucho de ser invencibles sí que son enormemente belicosos, independientes y tenaces. Los sucesivos imperios que ocuparon Afganistán tuvieron siempre que atender a rebeliones, disturbios y conflictos de diferentes tipos, y casi siempre utilizaron una estrategia de palo y zanahoria para gestionarlos. Es esa una estrategia que combina la fuerza con la generosidad, muy apropiada para tratar con sociedades tribales y que, de una forma simplificada, podría describirse como: negociar cuando haya que negociar, pagar cuando haya que pagar y dar un escarmiento militar cuando alguien intente alterar el statu quo.
El Tío Sam en Kabul. Primera oportunidad
Tras los atentados del 11S y la evidencia de que habían sido obra de Al Qaeda, cuyo núcleo central estaba protegido por la hospitalidad del régimen talibán afgano, Estados Unidos se vio forzado a emprender una tarea que no le causaba ningún entusiasmo. Afganistán había sido útil para desgastar a la Unión Soviética y se había convertido después en una molestia por dar refugio a Osama Bin Laden y sus redes yihadistas, pero no había ningún interés en invadir el país y menos aún en reconstruirlo. A pesar de todo, el terrible golpe de los atentados y la testarudez de los talibanes obligaban a hacer algo.
La doctrina de la recién llegada Administración Bush en 2001 estaba marcada por un núcleo de neoconservadores en el Pentágono, liderados por un viejo tiburón republicano como Donald Rumsfeld. Ellos defendían que Estados Unidos debía utilizar su poder militar sin complejos, sin contar demasiado con sus decadentes aliados europeos y menos todavía con lo que se discutiese en Naciones Unidas. Lo que no se debía hacer, bajo ningún concepto, era empeñarse en la construcción de Estados. Además, la vista estaba ya puesta en Irak, por lo que no se consideraba oportuno dedicar excesivos recursos militares a Afganistán. La intervención en ese país se diseñó para ser rápida, económica y dejar la enojosa tarea de la estabilización y la reconstrucción a Naciones Unidas y la comunidad internacional.
Sorprendentemente, la operación fue un éxito. Por una vez, Estados Unidos aplicó una estrategia de enfoque indirecto diseñando una intervención militar con medios limitados. La combinación del apoyo a la oposición armada afgana con ataques aéreos y equipos de operaciones especiales sobre el terreno, y con la recuperación de los viejos contactos de la CIA con los jefes tribales afganos, provocó el derrumbamiento del régimen talibán en un par de meses. Sencillamente, las tribus pastunes abandonaron a los estudiantes islámicos, probablemente porque percibieron que ya no eran los más fuertes y quién iba a sucederlos sería con seguridad más generoso. La infraestructura de Al Qaeda en Afganistán fue destruida, miles de yihadistas fueron aniquilados y Bin Laden se refugió primero en los reductos montañosos en la frontera con Pakistán para después escabullirse hacia territorio pakistaní.
Estados Unidos se mostró fuerte y generoso y esa ha sido siempre la clave para ganar una guerra en Afganistán. El problema es que sostener la posición de fuerza y generosidad a lo largo del tiempo resulta muy caro, especialmente en un país que por aquel entonces se consideraba de limitado valor estratégico. La presencia militar norteamericana se redujo a un mínimo[2] orientado a destruir lo que quedaba de Al Qaeda y prevenir el regreso de los talibanes y, aunque se hicieron esfuerzos por impulsar la transición política hacia un régimen democrático, el esfuerzo económico y organizativo de reconstrucción se dejó en manos de los aliados y las Naciones Unidas. Todos los esfuerzos de Estados Unidos comenzaron a orientarse hacia Irak.
Vino entonces el que ha sido el periodo más pacífico en la reciente historia de Afganistán y la ventana de oportunidad más evidente para estabilizar el país. Entre 2002 y 2006, la violencia se mantuvo en niveles anecdóticos en comparación con los de las dos décadas anteriores. En 2005, todavía podía recorrerse la mayor parte del país sin temor a ataques. En cuatro años (2002-2005) murieron en Afganistán 319 soldados aliados, la mayoría en accidentes. En Irak, solo en 2005, las bajas fueron 897, la mayoría en combate.[3]
El que no se supiese aprovechar esa prolongada ventana de oportunidad está en la raíz del triste resultado final de todo el esfuerzo realizado en Afganistán. Ciertamente se produjeron avances en el establecimiento de instituciones y leyes de inspiración democrática, pero eso tenía un valor muy relativo para el afgano medio, que esperaba una explosión del crecimiento económico que nunca se produjo, porque ni se asignaron recursos suficientes ni se controlaron adecuadamente los pocos asignados. El pueblo afgano tuvo tiempo de ilusionarse y desilusionarse, y las élites afganas tuvieron tiempo de comprobar que, después de todo, Estados Unidos y sus aliados no eran tan fuertes, y desde luego no eran especialmente generosos.
Estados Unidos podría haber asumido un liderazgo directo y realizar un esfuerzo de entidad desde el primer momento, pero eso iba en contra de los principios y los intereses de la Administración presidencial de la época. Una opción diferente hubiese sido aplicar el modelo indirecto británico: dejar que los afganos se organizasen ellos solos, incluso contando con los talibanes, aunque influyendo para que prevaleciese el candidato más apto para estabilizar el país.
El caso es que se eligió lo peor de ambas opciones. Se apostó por un gobierno democrático tutelado desde el exterior, pero con una tutela bastante desganada por parte de Estados Unidos y totalmente descoordinada por parte del resto de la comunidad internacional. Estados Unidos no lideró, porque renunció a ello, pero los afganos tampoco porque no veían ninguna necesidad de hacerlo. No se proporcionaron recursos económicos suficientes para reconstruir mínimamente el país, pero sí para enriquecer a las élites locales. Los que se proporcionaron se perdieron en un caos de falta de coordinación, ineficiencia y corrupción. Como en otros lugares del mundo, el sistema de Naciones Unidas se mostró enormemente valioso para proporcionar ayuda humanitaria, pero absolutamente incompetente para liderar un esfuerzo de reconstrucción nacional. El caos en la ayuda al desarrollo llegó a proporciones ridículas[4] y la ventana de oportunidad inicial se cerró.
Crisis y reacción (2006-2012), segunda oportunidad
La crisis se produjo en 2006, cuando la Fuerza Internacional para la Asistencia a Afganistán (ISAF, por sus siglas en inglés) comenzó a expandirse hacia las zonas pastún del sur del país. Liderada por el contingente británico, la estrategia de expansión fue víctima de un fallo de inteligencia o un exceso de entusiasmo. Considerando que la mayor parte de la población era favorable al Gobierno de Kabul y que los talibanes estaban en una situación marginal, se aplicó una estrategia contrainsurgencia clásica: máxima presencia sobre el terreno, distribuyendo a las tropas británicas en reductos (platoon houses) enlazados por patrullas. El caso es que la situación de los talibanes era efectivamente marginal, pero eso no quería decir que los jefes tribales y los narcotraficantes pastunes se mostrasen felices de ver tropas extranjeras, y menos británicas entrometiéndose en sus negocios. El resultado fue una oleada de ataques contra las posiciones de ISAF y, lo más negativo de todo, una renovación de las alianzas entre las tribus pastún de Kandahar y Helmand y el movimiento talibán. Fue el principio de la recuperación de los talibanes.
El éxito relativo en la estabilización de Irak en 2007 mediante el cambio de estrategia conocido como Surge llevó a la Administración Bush, ya en su segundo mandato, a pensar que podía lograrse algo similar en Afganistán. Sin embargo, la prioridad del teatro de operaciones afgano seguía siendo baja y 2008 era un año electoral, así que la decisión sobre la Surge afgana se dejó para la siguiente administración.
Su sucesor fue Barack Obama, que había prometido acabar con las guerras exteriores de la administración anterior. Pese a su escepticismo inicial, el éxito de la Surge en Irak y los consejos de sus generales, que recomendaban hacer algo similar en Afganistán, llevó a Obama a embarcarse en una estrategia de escalada limitada. Apareció entonces una segunda oportunidad que se basaba en un esfuerzo militar para crear otra ventana de estabilidad que permitiese retomar la reconstrucción desde una perspectiva más eficiente.
El problema es que ni Obama, ni mucho menos su entonces vicepresidente Joe Biden, sentían ningún entusiasmo por emprender una estrategia de escalada militar. No ayudó a ello la situación de crisis económica que empezaba a hacer mella en los presupuestos nacionales, ni la actitud de los generales partidarios de la Surge afgana, Petraeus y McChrystal. El primero había sido el artífice de la Surge iraquí y el segundo había participado en ella como jefe del Mando Conjunto de Operaciones Especiales. Ambos recomendaron un aumento sustancial de tropas, pero además ejercieron una presión sobre Obama que llegó a la deslealtad, exponiendo sus planes de escalada en público antes de su aprobación por el presidente, algo que fue duramente denunciado por Biden.
Obama cedió de mala gana, pero de nuevo eligió lo peor de dos opciones. Podía haberse negado a la petición de sus generales, decidiendo una progresiva transferencia de responsabilidades a las Fuerzas afganas. También podía haberles hecho caso y aumentar sustancialmente tanto el número de tropas como la intensidad de las operaciones. En su lugar, eligió realizar un incremento de fuerzas limitado y con una fecha de caducidad de 18 meses, y además cometió el error de hacerlo público.
Con esa información, los talibanes no tenían más que esperar. Con una base segura en Pakistán y un apoyo popular bastante importante en algunas zonas del país, su única preocupación era no empeñarse en enfrentamientos decisivos con las fuerzas de la OTAN, economizar recursos y aplicar una estrategia de lento desgaste sobre sus adversarios.
La situación se envenenó además porque McChrystal fue destituido de su puesto como comandante de ISAF en 2010, por sus declaraciones a la prensa, y además el Banco de Kabul, una de las instituciones financieras más importantes del país, quebró en el marco de un escándalo de corrupción que implicaba a varias personalidades del gobierno, incluyendo al presidente Karzai. La ayuda internacional, ya debilitada por la crisis económica, se resintió enormemente del escándalo, y también lo hizo la economía afgana. A partir de 2013 el crecimiento del PIB se estancó, e incluso disminuyó.[5]
La Surge afgana hizo retroceder a los talibanes en algunas áreas, pero al estar estos ya sobre aviso, su desgaste fue perfectamente asumible. En 2012, el contingente norteamericano comenzó a disminuir[6], y con él el del resto de los aliados de la OTAN. Los éxitos militares tuvieron muy poca repercusión porque el esfuerzo de reconstrucción que debía haberlos seguido se malogró por el cansancio de la comunidad internacional, la crisis económica, el escándalo del Banco de Kabul y una prolongada sequía que afectó a muchas provincias afganas entre 2008 y 2012.
Un último acontecimiento sentenció la pérdida definitiva de la segunda oportunidad para estabilizar el país. La muerte de Bin Laden en 2011 trajo una sensación de «misión cumplida» en Washington que desincentivó la realización de más esfuerzos en Afganistán. Con Al Qaeda descabezada y su organización central prácticamente desmantelada, Obama y Biden, que siempre habían considerado que la intervención en Afganistán solo tenía sentido como medio para destruir Al Qaeda, no veían más futuro deseable que la paulatina retirada de sus fuerzas.
La segunda oportunidad no fue tan clara como la primera y para tener éxito hubiese requerido un esfuerzo considerable y sostenido que, con una nueva administración y una opinión pública cansada de guerras exteriores, resultaba improbable. El problema fue que, de nuevo, se realizó un esfuerzo importante pero no suficiente. Miles de soldados norteamericanos, aliados y afganos murieron entre 2009 y 2011 intentando lograr un efecto similar a la Surge iraquí que nunca llegó a producirse.
Afganización (2012-2021), tercera oportunidad
El presidente Obama, que estaba ya reorientando el esfuerzo estratégico norteamericano hacia el Pacífico y China, decidió que las operaciones de combate de sus fuerzas en Afganistán cesarían en enero de 2014. ISAF se disolvería y sería sustituida por una misión de entrenamiento de la OTAN (Resolute Support) que seguiría prestando formación al Ejército afgano. Miles de soldados norteamericanos seguirían no obstante en el país en tareas de apoyo y misiones contraterroristas. Además, miles de contratistas civiles seguirían prestando apoyo administrativo y logístico a las fuerzas armadas de Afganistán, algo especialmente importante para mantener los sistemas de combate más complejos.
El Ejército afgano sufría de varios problemas graves. El primero era la dificultad para reclutar y mantener su personal. El salario era escaso e inseguro y, al contrario que la policía, sus miembros podían ser desplegados por todo el país. El problema más grave seguía siendo la corrupción y la ineficiencia de la cadena de mando. Era frecuente que los soldados no cobrasen puntualmente su sueldo, lo que provocaba frecuentes deserciones o incluso ventas de armas que a veces terminaban en manos de sus propios enemigos. Muchas unidades declaraban un número mucho mayor de soldados que el real para que los oficiales pudiesen quedarse con las nóminas del personal ausente.
Pese a todos los problemas, los afganos podían combatir aceptablemente si se sentían apoyados por tropas extranjeras, pero cuando combatían solos las posibilidades de catástrofe aumentaban considerablemente. La asunción de responsabilidades por parte del ejército afgano a finales de 2014 llevó a un rápido avance talibán que obligó a aumentar de nuevo las fuerzas norteamericanas de 8000 en 2015 a unas 12 000 en 2017.
En 2014, se produjo también un vuelco político al no presentarse Hamid Karzai a las elecciones presidenciales. La victoria de Ashraf Ghani, un respetado economista de formación occidental, que además llegó al poder en un acuerdo de unidad nacional con su oponente político, Abdulá Abdulá, fue vista con esperanza en Occidente. El cambio en el escenario político, unido a la «afganización» de la seguridad nacional, abrió una última ventana de oportunidad. Sin embargo, el aprovechamiento de esa ventana requería dos condiciones esenciales: el inequívoco compromiso norteamericano en el apoyo al Gobierno de Kabul y una progresiva integración del movimiento talibán en el juego político del país. De nuevo una estrategia de palo y zanahoria en la que los talibanes sufriesen un doloroso desgaste si decidían combatir, pero recibiesen atractivas ofertas si decidían negociar.
Inicialmente, esa estrategia se aplicó con resultados no muy satisfactorios, pero tampoco completamente negativos y la situación se mantuvo razonablemente estable hasta 2018. El Gobierno dominaba las ciudades y una parte considerable de las áreas rurales y los talibanes controlaban un territorio que oscilaba entre el 10 y el 15 % del país, aunque solían mantener presencia variable en otro 30 o 40 %.[7]
El momento crítico llegó en 2018 cuando, con Donald Trump ya en la Casa Blanca, una serie de iniciativas de paz comenzaron a tomar forma. Gran parte de la iniciativa provenía del propio presidente Trump, que aún estaba menos interesado en permanecer en el país que sus predecesores.
Una negociación tras un largo periodo de guerra es algo muy sensible y necesita equilibrio entre lo que se concede y lo que se exige. Las negociaciones que comenzaron oficialmente en diciembre de 2018 sufrían de un problema fundamental: se notaba mucho que Estados Unidos intentaba desengancharse del conflicto lo antes posible, y eso le llevaba a no exigir suficientes contrapartidas a sus interlocutores talibanes. Pese a la experiencia de Trump en el negocio inmobiliario, no pudo evitar aparecer como un propietario con prisa por vender, lo que llevó a los talibanes a aprovecharse de la situación y comprar barato.
El caos en la Administración norteamericana tampoco ayudó a establecer unas negociaciones sólidas. El secretario de Defensa, Jim Mattis, mantenía una estrategia más agresiva que la que le hubiese gustado a su presidente y bajo su mandato se incrementaron los ataques aéreos, a lo que los talibanes contestaron con atentados masivos contra ciudades. Como consecuencia de esta estrategia de desgaste, el número de víctimas civiles se disparó y los talibanes supieron utilizar ese hecho en su favor. En la narrativa talibán, el Gobierno de Kabul mataba a sus ciudadanos en ataques aéreos y no era capaz de protegerlos contra el terrorismo, que los talibanes atribuían a otros grupos, especialmente al recién aparecido Estado Islámico de Khorasán. Ni el Gobierno afgano ni Estados Unidos fueron capaces de contrarrestar esta narrativa.
En 2019, Mattis dimitió y Trump decidió empeñarse en serio en las negociaciones. Los talibanes sencillamente mantuvieron sus condiciones y continuaron con sus operaciones sobre el terreno. Después de todo, la iniciativa para las conversaciones de paz no había sido suya y la interpretaban como una muestra de debilidad. La ausencia del Gobierno afgano en los encuentros (los talibanes se negaban a negociar con quien consideraban un títere) restó además legitimidad a todo el proceso.
En septiembre de 2019, los avances de los talibanes eran de tal magnitud que hasta Trump suspendió las negociaciones. Sin embargo, se acercaba el año electoral y el presidente necesitaba un triunfo exterior, así que en diciembre los norteamericanos volvieron a la mesa de negociaciones. A partir de ese momento, además, los ataques aéreos norteamericanos se redujeron dramáticamente.[8] En febrero de 2020, se alcanzó un acuerdo condicional de paz entre Estados Unidos y los talibanes que incluía un intercambio de prisioneros, un vago compromiso de conversaciones con el Gobierno afgano y el anuncio de la retirada de las tropas norteamericanas en 14 meses.
Obviamente, eso fue el principio del fin. La manifiesta voluntad de retirada total de las fuerzas norteamericanas significaba que Estados Unidos dejaba de ser un actor relevante en Afganistán y había que prepararse para un futuro sin él. Pese a todo, aún cabía alguna esperanza, entre ellas un posible cambio de administración presidencial a finales de año. Joe Biden no era precisamente un entusiasta de mantener el esfuerzo en Afganistán, pero se esperaba que, al menos, se mostrase más exigente con las condiciones del acuerdo que la administración Trump.
Cuando Biden llegó a la Casa Blanca, en enero de 2021, la situación estaba ya muy deteriorada. Los talibanes no habían cesado en su ofensiva durante 2020 y Trump había complicado aún más las cosas al acelerar la reducción de fuerzas, que descendieron a solo 2500 efectivos el 15 de enero de 2021. La situación era tan mala que, por una vez, el dócil secretario de Defensa, Mark Esper, advirtió al presidente de que se estaban dando pasos hacia una catástrofe, lo que le costó su puesto.
Biden, sin embargo, decepcionó las expectativas sobre un mayor control de los acuerdos. En abril de 2021, anunciaba que todas las fuerzas norteamericanas se retirarían del país antes del 11 de septiembre de ese mismo año. Ese anuncio fue la señal no solo para una nueva ofensiva talibán, sino para que todos los actores políticos y sociales afganos comenzasen a hacer planes para un futuro sin Estados Unidos, y pronto quedó claro que eso implicaba pactar con los talibanes o unirse a ellos. Biden retiró la última carta que sujetaba el castillo de naipes afgano y este se derrumbó casi inmediatamente.
Con ello se perdió definitivamente la última oportunidad. El Gobierno de Kabul podría haber aguantado bastante más tiempo con una presencia norteamericana limitada, pero capaz de apoyar a las fuerzas armadas afganas, asestar golpes letales y obligar a los talibanes a cumplir sus compromisos. Una presencia de ese tipo tampoco habría resultado demasiado cara en comparación con la enorme suma gastada en 20 años. Sin embargo, nadie quería ya saber nada de Afganistán, aunque tampoco nadie esperaba un derrumbamiento tan rápido del gobierno, una prueba final de la permanente incomprensión de la situación afgana por parte de Estados Unidos y sus aliados.
Conclusiones
La primera conclusión es que resulta difícil ganar guerras en las que uno no cree. Pese a todo lo que se ha dicho sobre los intereses estratégicos, geopolíticos y económicos de Estados Unidos en Afganistán, lo cierto es que a Washington nunca le interesó realmente intervenir en el país. Al contrario que en Irak, donde las reservas de petróleo y la situación geográfica en un área clave como Oriente Medio sí que suponían activos estratégicos de importancia, en Afganistán había —y hay— poca cosa de provecho.
Las tan cacareadas reservas de minerales estratégicos necesitarán décadas de inversiones y construcción de infraestructuras para ser mínimamente rentables y, aunque la presencia en Afganistán proyecta influencia sobre Asia Central y coloca a Irán en una posición incómoda, supone un coste que no merece la pena. En realidad, Afganistán solo tiene valor estratégico dentro del juego regional entre India, Pakistán, Rusia e Irán; y eso es algo que solo ha interesado a Estados Unidos cuando se le ha presentado la oportunidad de debilitar a uno de sus adversarios. Estados Unidos solo intervino en Afganistán porque se vio obligado a hacerlo después del 11S y se vio enredado en una operación de reconstrucción que no deseaba, en la que no creía y que inicialmente solo contemplaba como una operación de imagen.
La segunda conclusión es precisamente que hay que tener cuidado con las operaciones de imagen, porque si se complican pueden tener un efecto totalmente contrario al que se busca. Estados Unidos quería una guerra corta, una presencia limitada y un gasto contenido en Afganistán, pero, para mantener su imagen de liberador y promotor de la democracia, se empeñó en promocionar un proceso de reconstrucción nacional. Inicialmente, endosó el peso de ese proceso a la comunidad internacional, solo para comprobar que es dudoso que tal cosa exista y que, en caso de existir, es absolutamente incapaz de sacar adelante un proyecto de semejante magnitud. Las evidencias de que se estaba fracasando obligaron a Washington a implicarse cada vez más para proteger la imagen previamente trabajada, hasta que una guerra periférica y secundaria terminó por convertirse en una sangría de vidas y recursos.
La tercera es que, en estrategia, las opciones intermedias son peligrosas. Estados Unidos pudo optar por una intervención comprometida y sostenida desde el principio, como por ejemplo hizo en Corea en los años 50, y quizá la oportunidad que surgió en los primeros años de ocupación hubiera provocado un cambio permanente. También podía haber optado por el modelo indirecto británico: presencia mínima, negociar, pagar y de vez en cuando enseñar el gran garrote militar. El caso es que, finalmente, la operación derivó en algo demasiado caro para ser sostenible y demasiado débil para provocar un cambio radical en la realidad afgana.
La cuarta es que no se puede reconstruir lo que nunca se construyó. Afganistán es uno de esos países malditos en los que la modernidad jamás penetró y hay que remontarse muy atrás en la historia para encontrar alguna época que pueda calificarse como próspera. Todos los imperios que han pasado por Afganistán han ocupado el territorio, a veces durante siglos, pero pocos de ellos serán recordados por lo que construyeron en suelo afgano. Estado tapón permanente entre Persia y la India primero, y entre Rusia y Gran Bretaña después, Afganistán fue siempre una tierra de frontera baldía en la periferia de los imperios, habitada por tribus rudas y belicosas a las que se pagaba o se exterminaba, pero nunca se intentaba modernizar. La esperanza en convertir el país en la Suiza de Asia Central en unos años ha sido simplemente un desvarío occidental. No obstante, hubo oportunidades para conseguir algo más modesto, como un país aceptablemente estable que no supusiese una amenaza para el resto del mundo.
Como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia, la falta de realismo en la definición de los objetivos terminó por consumir vidas y recursos en vano.
Notas Finales
[1] Línea trazada para marcar los límites de la India británica al oeste. Esa demarcación no fue reconocida por Afganistán hasta 1919 porque de hecho separaba en dos a la comunidad de etnia pastún, parte de la cual sigue viviendo hoy en el actual Pakistán.
[2] En 2002, las tropas norteamericanas en el país eran unos pocos miles, que fueron aumentando hasta unos 10 000 en 2003, véase Reality Check Team, “Afghanistan: What has the conflict cost the US and its allies?,” BBC News (16 de agosto de 2021), https://www.bbc.com/news/world-47391821
[3] Datos obtenidos de www.icasualties.org
[4] El caso del hospital de Qakai Qazi, en el que USAID se gastó 665 millones de dólares y que sufría defectos estructurales tan graves que nunca pudo utilizarse más que en una mínima parte de su capacidad se convirtió en ejemplo del descontrol en el gasto de reconstrucción de las agencias extranjeras, véase Fariba NAWA, “Afghanistan Inc.,” Corpwatch (06 de octubre de 2006), https://www.corpwatch.org/article/afghanistan-inc-corpwatch-investigative-report
[5] “GDP (currentUS$)-Afghanistan,” The World Bank, https://data.worldbank.org/indicator/NY.GDP.MKTP.CD?locations=AF
[6] 110 000 soldados norteamericanos en 2011, 75 000 en 2012 y 64 000 en 2013, véase Reality Check Team, “Afghanistan: What has the conflict cost the US and its allies?,” https://www.bbc.com/news/world-47391821
[7] Christopher WOODY,“Some of the most important gains made in Afghanistan are slipping away,” Insider (31 de octubre de 2016), https://www.businessinsider.com/taliban-is-regaining-control-in- some-areas-of-afghanistan-2016-10
[8] De más de 1000 ataques de drones en septiembre de 2019 (los drones se habían convertido entonces en el principal medio norteamericano para proporcionar apoyo aéreo cercano) se pasó a 344 en diciembre y a ataques esporádicos durante 2020, véase “Strikes in Afghanistan,” The Bureau of Investigative Journalism, https://www.thebureauinvestigates.com/projects/drone-war/charts?show_casualties=1&show_injuries=1&show_strikes=1&location=afghanistan&from=2015-1-%201&to=now